¿Todos somos hijos de Dios?

Esa fue el tema central del Santo Culto del pasado domingo 18 de febrero en el Templo de los Milagros. Esto es un asunto crucial para la fe de las personas, pues debido a esta gran mentira del diablo muchos se han apartado del Creador.

La falsa creencia de que todos son hijos de Dios ha llevado a las personas a vivir frustradas porque se sienten abandonadas. Al igual que un niño que fue rechazado por sus padres y carga dolor y amargura en su interior, el ser humano piensa que Dios lo abandonó, pues a causa de todo el sufrimiento que padece se pregunta en dónde está el Padre.

Pero, entonces, ¿no todos son hijos de Dios?

El obispo Franklin Sanches comentaba que no, y eso se puede ver registrado en la Palabra de Dios:

«A lo Suyo vino, y los Suyos no Lo recibieron. Pero a todos los que Lo recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en Su Nombre, que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios.» (Juan 1:11-13).

Esto significa que nadie nace siendo hijo de Dios, sino que, aquellos que creen en Jesús les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios. «Eso sucede cuando la persona le entrega su vida al Señor Jesús, cuando hace de Él su único Señor y Salvador, cuando se entrega de cuerpo, alma y espíritu; cuando hay esa entrega sincera, entonces, en ese instante, el Espíritu Santo, desciende sobre ella, para hacerla, hija de Dios. Porque hasta entonces, no es Su hija», explicó.

Siendo así, estar en la iglesia o tener una religión no significa que esa persona sea hija de Dios, pues el ser hijo(a) del Altísimo es una obra del Espíritu Santo. Cuando Él desciende sobre la vida de una persona, cambia su interior, ya que le da una naturaleza divina. Es decir, ellos no nacen de sangre, no es algo que se hereda, ni tampoco por voluntad de la carne, pues es la propia persona la que decide entregarse.

A semejanza de los hijos carnales, que adquieren características físicas y de carácter de sus padres, cuando la persona es hija de Dios pasa a tener semejanzas con Él. Si bien físicamente sigue siendo la misma y no es perfecta, en su carácter y comportamiento es otra persona, pasa a ser como Jesús. Si antes era alguien peleonero ahora es paciente; si antes mentía, ya no lo hace más; si era nerviosa, ahora es tranquila. A través de estos cambios es como se identifica una hija de Dios de una que no lo es.

Esto explica por qué muchas personas, a pesar de estar adentro de la iglesia, no cambian, pues mientras no reciban el Espíritu Santo van a seguir teniendo el mismo comportamiento. Hasta que decidan decir «¡Heme aquí!, Señor, hágase conmigo conforme a Tu Palabra. Yo quiero que tu Espíritu entre en mí. Yo quiero que tu Espíritu me cambie. Ya no quiero ser esa persona. Ya no quiero tener esa conducta. Cuando hay sinceridad, ahí el Espíritu de Dios comienza el trabajo», señaló.

Al ser regenerado, como todo hijo(a), pasa a tener obligaciones con su Padre, pero también privilegios. El obispo ejemplificaba que un hijo no pide permiso para abrir el refrigerador, para comer o prender la tele, y, por otro lado, si el padre quiere visitarlo en su empresa, él no necesita pedir permiso, puede entrar tranquilamente porque es su padre.

«Así es la relación padre e hijo. ¿Hay obligaciones?, hay. Pero también hay privilegios. Entonces busque eso, ser hijo de Dios. Pídale eso: “Dios, yo quiero ser Tu hijo. Yo no quiero ser religioso. Yo no quiero llevar una marca de ‘yo soy católico’, ‘yo soy evangélico’, ‘yo soy bautista’, yo no quiero esa marca dentro de mí. Yo quiero ser hijo de Dios. Es eso que yo quiero, ser hijo. Y si soy hijo, soy heredero de las promesas”», finalizó.

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