¿Cómo extraer lo mejor de un culto?

Vivimos días de mucho activismo religioso, pero, de poco fervor con respecto al Todopoderoso

No hay manera de describir la alegría que sienten los que hacen la Obra de Dios al ver a las personas volviendo del Altar con sus semblantes transformados, después de algún llamado hecho en la reunión. Pero, lamentablemente, están los que atienden la invitación para ir adelante y vuelven de la misma manera como fueron.

Otro termómetro para medir el provecho efectivo de las personas en el culto es observar el término de las reuniones. Para algunas personas, parece que fueron a cualquier lugar, ¡menos a la Casa de Dios! Cuando salen, ya sea en el elevador, en la escalera o en el estacionamiento, hablan de todo: el partido de fútbol, los compromisos, los amigos que encontraron, el desempeño del pastor o de la educadora de la EBI, etc. Y poco o casi nada con respecto al banquete espiritual que les fue servido.

Vivimos días de mucho activismo religioso, sin embargo, poco de fervor con respecto al Todopoderoso. Muchas palabras maravillosas y poco quebranto y aprovechamiento, ya que parte de ellas caen en corazones duros y secos. Los cristianos que actúan así son tibios, y transformaron su fe en religión.

Ir a un culto debe de expresar nuestro deseo de tocar al Señor Jesús y de ser tocados por Él, pues esta es una experiencia única, personal e intransferible, que le da sentido a la vida cristiana. Como sucedió en el pasado con la mujer hemorrágica (Lucas 8:40).

La multitud que seguía al Señor Jesús se aglomeraba, pero totalmente sin la fe de que allí, delante de ellos mismos, estaba Dios en carne y hueso. Sin embargo, una mujer, que durante doce años había estado sufriendo física, emocional y económicamente por su enfermedad, había salido de su casa para alcanzarlo, aunque eso le costara un esfuerzo sobrehumano. Por la ley mosaica, la mujer en los días menstruales, era considerada inmunda, y las enfermedades crónicas relacionadas con flujos de sangre ininterrumpidos la colocaban en la condición de impura, lo cual le impedía convivir con otras personas.

Esta mujer no pudo ir al Templo durante 12 años. Ya no vivía con sus seres queridos y ni siquiera podía abrazarlos. Su ropa, su cama, su silla, sus cubiertos y todo lo demás que le pertenecía era considerado inmundo. Por eso, vivía aislada por la sociedad de la época.

Eso me hace recordar el sufrimiento con el que llegan algunas personas a la Iglesia, su última puerta. Se aferran a la oportunidad que reciben sin querer saber si tendrán otra. Actitud diferente de quien transforma sus compromisos espirituales en una rutina.

Esto demuestra que ante la misma Palabra unos oyen y se arrepienten, y otros pasan años ignorándola. Es decir, en la misma hilera de bancos existen aquellos que solo necesitan oír una sola alerta para corregirse, y los que oyen desde hace años y no se quebrantan de verdad.

En el mismo capítulo 8 del evangelio de Lucas, vemos a Jairo, el jefe de la sinagoga, implorando por la presencia física del Señor Jesús en su casa. De manera más precisa, quería Sus manos sobre su hija enferma. En cambio, vemos la historia de la mujer solitaria y de nombre desconocido que creyó que si solamente tomaba los flecos de sus vestiduras, sería sanada. ¡Vea qué contraste! Ella no tuvo necesidad de conversar con Él, no vio Sus ojos, pero su fe se aferró firmemente a los hilos de Su ropa.

Seamos conscientes de los verdaderos motivos de ir a la Iglesia y buscar a Dios. Que los pensamientos, las palabras, las intenciones y la fe sean tan puros como el de la “mujer impura”.

Estar en la presencia del Altísimo, poder hablar y ser oído por Él son privilegios extraordinarios que jamás pueden ser desperdiciados.