La única cosa capaz de separarle de Dios
El apóstol Pablo, en el libro bíblico de Romanos (capítulo 8, versículos 35 al 39), describe una lista de cosas que son incapaces de separarnos del amor de Dios. Es más, nada ni nadie, de acuerdo con esta, puede separarnos del amor de Jesús:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito: Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”.
Sin embargo, hay una cosa que no está en la lista: el pecado.
«El pecado es la única cosa capaz de separarnos de la presencia de Dios», explica el obispo Sergio Corrêa, responsable de los obreros de la Universal en Brasil.
El obispo alerta sobre el peligro del pecado que, por medio de Lucifer, logró entrar incluso en el lugar que es la esencia de la pureza: el cielo. Sin embargo, no permaneció allí, porque tuvo que existir una separación.
El pecado y la separación
Él explica que en el momento en que el Señor Jesús estaba en el Jardín de Getsemaní, el dolor que sentía mientras oraba, al grado de pedir «Padre, si quieres, pasa de Mí esta copa» (Lucas 22:42), no fue por imaginar el sufrimiento de la crucifixión. El dolor de Jesús era pasar unas horas lejos del Padre a causa del pecado de la humanidad.
«Cuando Él subió al madero para ser crucificado, atrajo para sí todos los pecados de las generaciones presentes, pasadas y futuras. Todos los tipos de pecado. Cuando Él clamó ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? En aquel momento, Dios no estaba con Él. Dios no pudo estar con Él por el pecado. Allí Jesús se convirtió en la imagen del propio pecado», describió el obispo Sergio.
Si Dios no pudo estar junto a Su Unigénito en el momento más difícil a causa del pecado, ¿usted cree que Él va a convivir conmigo o con usted si convivimos deliberadamente en comunión con el pecado?
El obispo, además, destaca que no importa el tiempo que la persona frecuenta la Iglesia, de hecho, recuerda que las puertas de la Iglesia están abiertas, pero existe una puerta por donde solo van a entrar los que sacrifican sus pecados, que abandonan los deseos carnales porque por esta el pecado no entra. «Y no sirve utilizar el argumento de que ‘Dios sabe’. Si usted convive con el pecado, es porque su interior es carnal», enfatizó.
Entonces, ¿qué hacer?
Cambie su interior
El nuevo nacimiento es una sustitución: sale el interior carnal y el Espíritu Santo viene y coloca un interior espiritual. El interior de la persona empieza a ser Divino, porque es espiritual. Por eso el pecado no tiene cabida. Y, aunque este entre, es rechazado por ese interior espiritual.
El obispo ejemplifica esto de una manera muy simple: es igual que comer una comida echada a perder, naturalmente la persona la va tirar. El nuevo nacimiento no impide que la persona peque, pero cuando esto sucede y la conciencia empieza a acusar, ella no acepta y rechaza el pecado, pues el nacido de Dios tiene los cielos en su interior:
«Cualquiera que es nacido de Dios no permanece en pecado; porque su semilla permanece en él» (1 Juan 3:9).
Cuando una persona no es nacida de Dios, su naturaleza es carnal, entonces el pecado entra y sale tranquilamente, porque hay comunión entre su interior carnal y el pecado cometido. «El pecado viene, entra y es bien recibido por su interior. Convive bien con el pecado», subraya el obispo.
«Todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido” (1 Juan 3:6).
Por eso la importancia de nacer de nuevo.
«Respondió Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el Reino de Dios» (Juan 3:3).
Para que esto suceda es necesario confesar y abandonar el pecado, aunque eso le cueste el sacrificio más grande, que es el espiritual: decirle no a su voluntad. Cuando una persona se dispone a dejar la práctica de todo lo que desagrada a Dios, el Espíritu Santo viene y cambia su interior. Y ella empieza a vencer el pecado:
«Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe» (1 Juan 5:4).
Evalúe su vida y mire si tiene la naturaleza divina. Si constata que sí, cuídela para no perder esa comunión de la cual depende su Salvación. Pero si llega a la conclusión de que su naturaleza es carnal, busque en Dios la transformación de su interior. Esta evaluación solo podrá hacerla usted. Nadie más.
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