El valor inestimable del alma

El valor inestimable del alma

Por Departamento Web 2

El ser humano es especialista en valorar todo lo que ve: inmuebles, vehículos, joyas, ropa de marca, dispositivos tecnológicos recién lanzados, etc. Estos y muchos otros artículos están en la lista de deseos de miles de millones de personas en todo el mundo. Y para obtenerlos, es necesario pagar el precio. Trabajo arduo y estudio continuo pueden hacer que las personas estén más cerca de estas conquistas.

¿Pero alguna vez te has detenido a pensar que todas estas cosas un día llegarán a su fin? Primero, porque tienen fecha de caducidad: los autos se averían, la ropa se desgasta, la casa siempre necesita ajustes y los dispositivos electrónicos son casi desechables. En segundo lugar, incluso si una persona compra todo nuevo cada año, un día ella misma ya no estará en el mundo. Pensando en eso, es posible percibir que el esfuerzo que hizo toda su vida solo por acumular cosas fue en vano.

La Biblia en el libro de Lucas, capítulo 12, en el versículo 20, relata la historia de un hombre que conquistó mucho y decidió dar descanso a su alma. «Pero Dios le dijo: ¡Necio! Esta misma noche te reclaman el alma; y ahora, ¿para quién será lo que has provisto?». Nota que, en esa ocasión, el Altísimo alerta al hombre de que todo lo que juntó quedará para alguien más, pero su alma aún tiene un destino incierto.

«Dios hizo al hombre así: espíritu, alma y cuerpo. Lo último fue el cuerpo», enseña el obispo Edir Macedo. Siendo el hombre una trinidad, prestar atención solamente a lo que el cuerpo quiere, como hacen muchos, es un gran error. «Cada ser humano recibe el espíritu, que es el derecho a pensar y decidir lo que quiere hacer con su alma y también con su cuerpo. No importa la religión, la condición social, nada. Todos tienen la misma riqueza. El valor del alma es igual para Dios y para el diablo».

Cuerpo y alma

El cuerpo es algo que el ser humano mantiene en gran estima. «Personas en el mundo entero están preocupadas por su cuerpo y su satisfacción física. Piensan que dando al cuerpo todo lo que necesita, serán felices», comenta el obispo. Según él, solo les cae el veinte de que eso no es verdad cuando todas las conquistas resultan insuficientes para llenar su interior.

En cambio, «el alma está en el cuerpo y, si no tiene paz, no puede ser feliz», afirma el obispo. Y esta insatisfacción incomoda y afecta todos los aspectos de la vida: «cuando una persona no tiene paz es porque hay algo en conflicto en su alma, en su interior, en su corazón. Ella no tiene sosiego. Por más que satisfaga los deseos de su carne, por más placeres que el cuerpo tenga, la persona todavía se siente vacía», comenta.

Pero, al final, ¿qué satisface el alma? Para responder a esta pregunta, es necesario volver a la creación del hombre. «Dios es justo y creó todo con justicia y perfección. Y sopló en ese hombre el aliento de vida, que es el alma. Pero cuando esa alma pecó, ella ya no puede tener la compañía de Dios, porque Dios es Justicia. ¿Cómo va a andar la luz con las tinieblas?», apunta el obispo.

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Cuando Adán y Eva cedieron a la voz del diablo y cedieron a la desobediencia, rechazaron a Dios y se apropiaron del pecado, que solo es capaz de generar la muerte (Romanos 6:23). Desde entonces, la historia se repite: mientras uno vive en pecado, no tiene paz, porque su conciencia lo acusa. Y lo único capaz de revertir esta situación es la decisión de abandonar la vida equivocada y someterse a Dios. Para que eso suceda, es necesario pensar más allá del cuerpo, es necesario pensar en el alma.

El destino del alma

Si bien todo lo que vemos y tocamos hoy llegará a su fin, el alma será eterna. ¿Y qué vale más? ¿Qué tiene fecha de caducidad o qué no tiene fin? «Cuando muere, el cuerpo se pudre, pero lo que hay dentro de ese cuerpo no tiene precio. Es la mayor riqueza que tiene una persona. El pobre, el rico, el feo, el bonito, sean quienes sean, tienen en su interior algo muy precioso que Dios quiere y el diablo también», cita el obispo. Como él enseña, Dios conoce el valor del alma y, como el diablo no puede tocar a Dios, la única forma de alcanzarlo es tocando a las almas. El valor de un alma es tan grande para el Altísimo que dio a Su Hijo, el Señor Jesús, como sacrificio para pagar el precio por el pecado del mundo. Sin embargo, Dios no obliga a nadie a entregarle su alma a Él. «Jesús fue al Calvario y dio Su alma para comprar la suya, su alma no fue gratuita, Él pagó por su alma. Si usted no la entrega, queda debiéndole a Él, pero quien se entrega tiene paz, una vida nueva», afirma.

Como el alma no es visible, su entrega tampoco es física. Sino que es la decisión de renunciar a las propias voluntades para obedecer a Dios. Y la obediencia requiere actitudes que cambien el rumbo de vida de una persona.

La diferencia que viene de la fe

Entonces, la paz no llega de forma automática. Ella se conquista por medio del Espíritu de Dios. Y esta grandeza es alcanzada por la entrega total de la propia vida. «El Espíritu Santo testifica que somos de Dios, que somos hijos de Dios. Cuando usted tiene esa certeza, hay paz, está el Reino de los Cielos, hay alegría. Afuera hay luchas y problemas, pero, dentro de usted está el Reino de Dios», resalta el obispo Macedo.

La paz que viene del Espíritu Santo no tiene fecha de vencimiento. Como una fuente, brota mientras la persona permanece en comunión con el Autor y Consumador de la Fe. Y, en un mundo donde reina el caos, aquel que lleva la certeza de la Salvación, inevitablemente, se destaca de los demás. El comportamiento de la persona que ha elegido entregar su alma a Dios es diferente. Su hablar, su andar e incluso sus elecciones agradan a Él y todo pasa a ser hecho en función de proteger el alma contra los ataques que vienen en forma de problemas, sabiendo que Dios es el protector.

«Cuando usted es la propia bendición, dudo que sea infeliz, ansioso, viva con miedo, deprimido, con dudas. Usted dudará de sus dudas. Cuando beba del agua, que es el Espíritu Santo, usted será exitoso. Los problemas jamás impedirán que esta agua fluya», concluye el obispo Macedo.

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